lunes, 17 de diciembre de 2012

Barro y cristal


Era un trabajo como otro cualquiera.

Le habría gustado dejar la pala a un lado para echar a correr lejos, hasta que le doliesen las piernas. Pero no podía. Había sido elegido para barrer los añicos de la gente, y recoger día tras día los sueños que ya no querían.

No estaba orgulloso de lo que hacía, pero era un trabajo. Algo que ahora siempre se echaba en falta. Como había echado en falta la luz en su celda.
Ahora que era libre nadie le miraba como tal.  Un fallo bastaba para condenar una vida. Y la culpa le perseguía hasta lo más hondo de su ser. Hay sangre que no se va de las manos con agua. Ni con Justicia. Ni con más sangre. Ni con nada.

Comenzó el ritual. Se santiguó tres veces y dio un beso al lapislázuli que colgaba de su cuello. Desenfundó la pala y la hincó en el suelo como una daga. Levantó la tierra haciendo palanca, tratando de no mirar a la calavera que lo observaba desde un tejado con las cuencas vacías. Por respeto, no por miedo. Era ya normal ver cadáveres de ángeles sobre el asfalto. ¿Por qué no iban a estrellarse también contra los tejados? Poco quedaba ya de magia ahí arriba, donde los mortales.

El sueño que tenía que enterrar hoy era joven, apenas había vivido. Era el sueño de querer ser arquitecto. Mientras cavaba cada tumba, le gustaba imaginar quién podría haber sido el dueño de dicho sueño y por qué se habría deshecho de él. A veces se le ocurrían historias disparatadas dignas de contar en casa, pero en días espesos como este, sólo se le ocurría la más simple y obvia: la propia muerte...
Aunque tenía entendido que no todos los sueños morían con su soñador...

No siempre actuaba según las normas. A veces en acto de rebeldía, y sólo con los más especiales, se los llevaba a su casa y los escondía, junto a la esperanza de que un día alguien los volviese a necesitar. También había algunos con los que no necesitaba cavar siquiera, ya que sólo estaban ahí de paso.  Él espolvoreaba un poco de tierra por encima para que pareciesen inertes, pero sabiendo que estaban vivos, y que sólo esperaban su momento.

Otras veces llegaban sueños tan  pesados y odiados que tenía que cavar durante semanas para hacer un hueco muy profundo, tanto como para que no volviesen a aparecer siquiera mientras sus creadores dormían. Eran sueños que no se volverían nunca a soñar. Era cuando más odiaba su trabajo. Pero no lo decía. Él sólo cavaba abismos para que nada consiguiese rescatarlos de la oscuridad perpetua.

Y callaba.

El silencio lo decía todo...


Ya era suficientemente profundo. La tierra le llegaba hasta la cintura. Dejó la pala a un lado y recogió con cuidado el recipiente cristalino. De él emanaba una neblina azulada que le acariciaba y envolvía como diciendo "no me sueltes". Era una pena enterrar un trozo de imaginación siendo algo tan bello, pero él sólo recibía órdenes. Y las acataba.
Depositó el sueño en el hoyo,  ignorando su etéreo palpitar azul, y devolvió palada tras palada la montaña de tierra a su sitio.
Otro más.

Levantó la lona del carro para comprobar que no quedaban más por enterrar. Vacío. Se echó la pala al hombro y dio media vuelta, de regreso a casa.
"¡¡Espera!!"
Se lo temía. Un encargo de última hora
"Por favor..."
Era una chica de unos dieciséis años, rubia y con el pelo revuelto.
Los soñadores no solían bajar a entregar sus propios sueños porque era desagradable ver cómo sepultaban algo por lo que habrían dado la vida. Por eso, ir a deshacerse del suyo en persona tenía que estar siendo muy doloroso para ella. Tanto que, aun sufriendo, quería estar ahí para darle el último adiós, para no abandonarlo hasta verlo morir bajo tierra.

"¿Qué desea?"
Sus ojos vacíos le gritaron, le ordenaron qué debía hacer... Sonó un chasquido y, de repente el carro pesó más de lo normal. Ella permaneció inmóvil y pálida, conteniendo una lágrima.
 El hombre tiró la pala al suelo y caminó hacia el carromato. A cada paso que daba le pesaban más las piernas. No podía ser cierto. De un tirón quitó la lona dejando al descubierto un recipiente de cristal del tamaño de un ataúd. Transparente y con una neblina que daba vueltas en su interior de un color rojo intenso. Pero un ataúd.
Esta vez no era un sueño. Era algo más. La chica quería dejar de creer en algo: en el amor.

No preguntó el motivo ni trató de disuadirla, no le estaba permitido.
"Hazlo"
Contra su voluntad clavó la pala en el barro, seco ya de lágrimas contenidas y comenzó otro abismo sin fondo.
"¿Todo esto existe? ¿Es real?" Preguntó ella.
No respondió. Siguió mirando al suelo, cavando y apartando la grava de los lados que caía como intentando tapar el agujero, como si el propio hoyo supiese que no debía existir............
Silencio.
Cuando parecía que  no iba a obtener ya ningún tipo de respuesta, el hombre levantó la vista y con voz quebrada dijo:
"Bienvenida al cementerio de sueños" Hizo una pausa secándose el sudor con la mano y añadió " O como lo llamáis arriba los mayores:
....... madurar."

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Signos en el polvo


"Como el dedo que pasa 
sobre la superficie polvorienta
del mueble abandonado y deja un surco
brillante que acentúa la tristeza
de lo que ya está al margen de la vida,
de lo que sigue vivo y ya no puede
participar de nuevo, ni aun con esa
pasiva y tan sencilla
manera de estar limpio allí, dispuesto
a servir para algo; como el dedo
que traza un vago signo, ajeno a todo
significado, sólo
llevado por la inercia del impulso
gratuito y que deja
constancia así en el polvo de un inútil
acto de voluntad, así, con esa
dejadez, inconsciencia casi, siento
que alguien me pasa por la vida, alguien
que, mientras piensa en otra cosa, traza
conmigo un surco, se entretiene
en dibujar un signo incomprensible
que el tiempo borrará calladamente,             
que recuperará de nuevo el polvo
aún antes de que pueda interpretarse
su cifrado sentido, si es que tuvo
sentido, si es que tuvo
razón de ser tan pasajera huella."

                                                            Rafael Guillén