domingo, 20 de julio de 2014

Dos zapatos para un ciempiés

En la caja tonta donde guardo todos los imposibles
a los que no hago caso, 
tengo tres mil cuatrocientas veintiún versiones mejoradas de mí
que no consiguen existir
pero yo, el yo de verdad, el que puede acariciar la vida con cada centímetro de su piel
es feliz. Soy feliz.

Tropiezo con mis días y escucho las quejas, me hundo en los cenagales,
mastico el polvo del camino como el resto de blanquecinos hipopótamos
y leo que el mundo se va por el desagüe por lo menos tres veces al día.
Bostezo mucho, duermo poco, conozco gente
y en este Iñigo compacto lleno de cosas,
 — es increíble —
hay felicidad. ¡Qué tontería!

Es hasta cruel:
los dioses a las que se ha aferrado el hombre para inventarla,
          el dinero
                                              la fama,
las cientos de miles de tesis doctorales,
   canciones, 
                                 charlas,
congresos
el trillón de personas que han pasado por la faz de la Tierra buscándola sin éxito,
para que un día yo,
un Iñigo, 
la 
  última 
       mierda
                en 
                    la 
                      escala
                          evolutiva, yo,
un nadie,
la encuentre.

¿Cuál es tu receta, Iñigo?
Ni idea, y es tan bonito no saberlo...

Me siento un ciempiés que aprende a caminar erguido, 
con cuarenta y nueve pares de pies descalzos en el aire
y sólo dos zapatos que sostienen el peso de todo.
Y no puedo parar de silbar mi suerte:
soy terriblemente feliz.