En
la caja tonta donde guardo todos los imposibles
a
los que no hago caso,
tengo
tres mil cuatrocientas veintiún versiones mejoradas de mí
que
no consiguen existir
pero
yo, el yo de verdad, el que puede acariciar la vida con cada centímetro de su
piel
es
feliz. Soy feliz.
Tropiezo
con mis días y escucho las quejas, me hundo en los cenagales,
mastico
el polvo del camino como el resto de blanquecinos hipopótamos
y
leo que el mundo se va por el desagüe por lo menos tres veces al día.
Bostezo
mucho, duermo poco, conozco gente
y
en este Iñigo compacto lleno de cosas,
— es
increíble —
hay
felicidad. ¡Qué tontería!
Es
hasta cruel:
los
dioses a las que se ha aferrado el hombre para inventarla,
el dinero
la
fama,
las
cientos de miles de tesis doctorales,
canciones,
charlas,
congresos
el
trillón de personas que han pasado por la faz de la Tierra buscándola sin
éxito,
para
que un día yo,
un
Iñigo,
la
última
mierda
en
la
escala
evolutiva, yo,
un
nadie,
la
encuentre.
¿Cuál
es tu receta, Iñigo?
Ni
idea, y es tan bonito no saberlo...
Me siento un ciempiés que aprende a caminar erguido,
con cuarenta y nueve pares de pies descalzos en el aire
y
sólo dos zapatos que sostienen el peso de todo.
Y
no puedo parar de silbar mi suerte:
soy
terriblemente feliz.