Sopló una magdalena con una vela
encima. Menuda fiesta de cumpleaños, desayunando a las seis de la mañana y sola.
—¡Soy sólo un triste recipiente!—dijo
la taza angustiada, tal vez para desviar la atención.
Ella posó sus labios en el borde,
en la tapa abierta de sus sesos y bebió. Unas gotas negruzcas se quedaron
adheridas por la parte externa, desafiando la gravedad, esa estúpida ley que
hace creer a las cosas que su deber es caer contra el suelo.
—No entiendo qué quieres decir,
tranquilízate. —dijo.
—Nunca soy la importante—continuó
la taza entre sollozos, las gotas comenzaron a deslizarse porcelana abajo— la
gente no me quiere por mí misma. Nadie toma simplemente una taza, siempre me
piden con apellido: una taza de leche,
de té, de café. Soy el acompañante obligado de lo que de verdad quieren.
—Espera, tómate la magdalena,
suénate el café. Se me acaba de ocurrir una idea. ¡Camarero!
—¿Sí?
—Sírvame un buen chocolate
caliente, por favor. En la misma taza, si puede ser.
El continente notó el contenido
fluyendo en su interior, burbujeando como lava dulce.
—Ahora he pedido chocolate a la taza. ¿Mejor?
Y en el chocolate espeso se formó
un grumillo feliz.
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