sábado, 4 de abril de 2015

Cuando el sabio manco apunta a la Luna, el tonto no tiene dónde mirar.

Llevo varias noches con el mismo sueño. No se va, me espera entre ceja y ceja—en la dimensión en la que esperan los sueños a que te duermas— y cuando cierro los ojos, ahí está otra vez el conejo blanco peludo y esponjoso. Yo lo sigo—sí, todos los sueños lo sigo, por los visto en sueños tampoco aprendo— y él se va haciendo cada vez más pequeño en la distancia.
Me agoto corriendo y sudando, tanto que llega un momento en el que tengo que parar a tomar aire. Se ve que en mis sueños tampoco estoy en forma, ni en espíritu. Respiro encorvado con las manos sujetándome las rodillas para que no me tiemblen. El conejo es un punto casi, unas orejas sobresaliendo en el horizonte.
Lo doy por imposible y me concentro en mi respiración, doy una inspiración tan profunda que por un instante soy consciente de que es un sueño y noto el cuerpo real que me está soñando respirando al unísono conmigo.
El conejo aparece a mi lado, saca sosegadamente su reloj de bolsillo y mirándome me dice: “Es tarde”.
“Es tarde” me repite. “Es tarde”. Se aparece repetidas veces con un “Es tarde” en la boca mirándome desde distintos ángulos.  “¿Tarde para qué?” Grito yo, y me contestan todos a la vez: “Para…”

Entonces me despierto sudado en mitad de la frase. Miro el reloj cabreado porque ya hace quince minutos que debería estar saliendo hacia el trabajo. Y todo por el maldito conejo de Alicia.

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