Llevo varias noches con el mismo
sueño. No se va, me espera entre ceja y ceja—en la dimensión en la que esperan
los sueños a que te duermas— y cuando cierro los ojos, ahí está otra vez el
conejo blanco peludo y esponjoso. Yo lo sigo—sí, todos los sueños lo
sigo, por los visto en sueños tampoco aprendo— y él se va haciendo cada vez más
pequeño en la distancia.
Me agoto corriendo y sudando,
tanto que llega un momento en el que tengo que parar a tomar aire. Se ve que en
mis sueños tampoco estoy en forma, ni en espíritu. Respiro encorvado con las
manos sujetándome las rodillas para que no me tiemblen. El conejo es un punto
casi, unas orejas sobresaliendo en el horizonte.
Lo doy por imposible y me
concentro en mi respiración, doy una inspiración tan profunda que por un
instante soy consciente de que es un sueño y noto el cuerpo real que me está
soñando respirando al unísono conmigo.
El conejo aparece a mi lado, saca
sosegadamente su reloj de bolsillo y mirándome me dice: “Es tarde”.
“Es tarde” me repite. “Es tarde”.
Se aparece repetidas veces con un “Es tarde” en la boca mirándome desde
distintos ángulos. “¿Tarde para qué?”
Grito yo, y me contestan todos a la vez: “Para…”
Entonces me despierto sudado en
mitad de la frase. Miro el reloj cabreado porque ya hace quince minutos que
debería estar saliendo hacia el trabajo. Y todo por el maldito conejo de
Alicia.
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